Capítulo 2

Víctor J. Pérez Montes

Gracias a la Vida…Qué me ha dado tanto…

Mercedes Sosa

Capítulo II

El camino fue tedioso, muy aburrido, es más, sólo con pensar que en cada poblado se hacían paradas, subiendo y bajando personas , animales, niños llorando, señores que apestaban a humo de leña, mezclado con sudor y mugre de varios días, la distancia no era el problema, las condiciones eran lo pesado del viaje.

Cuando llegamos a la central de camiones foráneos parecía que llegaba a un paraíso, fuera de Guadalajara, Mazatlán parecía el lugar más civilizado en el que había estado,  alrededor todo era pavimentado, sólo que ese ambiente de sal y aire fresco, revitalizaba mis ganas de trabajar y de iniciar otra vez en un extraño lugar.

Tomé mi maleta, inicié mi camino, necesitaba llegar a un hotel, alrededor de la Central, había algunos; sólo necesitaba dejar mi maleta, tomar un baño y descansar, a los minutos decidí llegar a uno, que no se dejaba ver “tan de mala muerte”.

El hotel era limpio. El hombre de la recepción era un poco más que respetuoso y las mujeres de la entrada, -creo que era “mujeres públicas” como decía Doña Paula, no tenían la menor intención de ofrecer sus servicios a un chamaco como yo, “demasiado joven y demasiado pobre”.

Finalmente llegué al cuarto de hotel, un pequeño buró, una cama individual, sabanas limpias a olor de desinfectante, de color celeste y almohadas blancas, eran el premio a tan fastidioso viaje. Tomé un baño, jamás me había sentido tan lleno de ánimo y entusiasmo, con un espíritu de aventura, sentía una fuerza interior, que parecía que mi espíritu iba a explotar sí no encontraba algo que hacer. Esos eran días de gran entusiasmo.

Salí al balcón que tenía el cuarto, la vista era maravillosa, de frente estaba la playa, con ese encanto y cálida fuerza que por primera vez veía en mi vida. Su fuerza, el estrepitoso sonido de las olas parecían confundirse con los latidos de mi corazón y una voz interior que me decía: “Sal, ve por lo tuyo”.

Sin más, ni más, salí a la calle, como sin rumbo fijo, caminé hacia la playa, el paseo o malecón como le llamaban los mazatlecos era muy largo, recuerdo haber empezado a caminar con entusiasmo y poco a poco, empecé a disminuirlo, caminar tanto tiempo por calles con pavimento me empezaban a fastidiar.

De pronto, otra de esas ideas, una buena idea vendría a mi cabeza, me quité los zapatos, me arremangué el pantalón y empecé a sentir la frescura de la arena húmeda, fresca, como sí me transportara a otro planeta, el agua fría daba una especie de masaje, me relajaba, algunos pececillos de dejaban ver por el rebote de las olas, algunos cangrejos eran la fascinación de mis ojos.

Cuando estaba más enfocado en ese pequeño transe paradisiaco, en ese preciso instante que mi vista empezó a observar alrededor, vi bajando por unas escaleras del malecón a la muchacha más hermosa que había visto en mi vida.

Era pelirroja, de buen cuerpo, cintura marcada, caderas y glúteos firmes, unos pechos perfectos, redondos, firmes, una especie de escultura viviente, perfecta, no había comparación hasta ese momento, no había mujer sin igual. Vestía uniforme de la escuela secundaria, falda guinda y blusa blanca con el número 1, recuerdo que también traía una medallita de oro, la inmaculada concepción, su abuela “Doña Tencha”, se la había regalado en sus 15 años, tenía una cara angelical, era pecosa, tenía ojos muy expresivos, de color verde turquesa, su nariz pequeña y un poco colorada por el sol.

La pregunta obligada, un poco arrebatada de mi parte, su nombre era la incógnita, cuando la vi, mi boca balbuceó, ella se sonrojó, bajó la mirada y con una voz tierna me respondió: ¡Rosario!, con voz más tranquila me repitió su nombre, pero ahora era completo: Rosario Lizárraga Osuna, esa era la confirmación, para saber que ella era la mujer de mi vida.

Salimos un par de veces, salimos al cine Zaragoza y de cenar, íbamos a las tostadas Zambrano, las semanas y los meses pasaron y Rosario me enamoraba aún más y para esos momentos ya había conseguido un cuartito en la colonia Montuosa y tenía un trabajo en la casa Colorada.

Mi experiencia en la tienda de doña Eufrosina, como encargado de la tienda me había puesto como ayudante del contador y encargado de proveedores. Ya casi cumplía 1 año, el trabajo era bueno, pero, no era lo que esperaba, no había emociones, nada que aprender. La monotonía se hacía más evidente. Yo quería algo más, mucho más.

La rutina era singular, mi salida del cuarto de renta era a las 7:15 am, caminar por toda la avenida Juan Carrasco, me iba despejando hasta que llegaba a la cuchilla de los tamales de elote, era el hambre o sí de verdad estaban ricos los condenados tamales, pero cada tercer día, desayunaba tres ricos tamalitos con una Pepsi Cola.

Recuerdo perfectamente el sabor del refresco, siempre en su punto, ni congelado, ni al tiempo, siempre estaban en la nevera heladitas, Doña Tomasa me ofrecía un cafecito con leche, nunca se lo acepté. Me recordaba ese olor, la amargura y tristeza que me remitía a mi hogar que había dejado mucho tiempo atrás, bueno en realidad, solo había pasado ocho años, que para mí, eran toda una eternidad.

La continuación de mi rutina diaria, llegaba a la calle Zaragoza, unas cuantas cuadras y de ahí pasaba por una placita, que siempre me llamaba la atención, esta plaza llamada por la gente Plazuela Zaragoza, por aquellos años, estaba rodeada por tantos edificios antiguos como modernos.

Una de las casonas estilo “chalet francés”, eran testigos mudos de aquella bonanza que la población habría experimentado muchos años atrás, otros eran simplemente edificios con grandes ventanales de cristal con aluminio que exponían los servicios brindados por doctores, dentistas, algunos abogados y otros contadores.

Sería este punto muy importante para mi vida, mejor dicho, para lo que mi futuro depararía, es ahí donde encontré a uno de mis más fieles amigos, compañero, hermano del alma: Chale Peraza, es decir, José Ángel Peraza Moreno.

El Chale era como ese hermano que nunca tuve, era como esa familia a la que tanto añoraba, y por alguna razón nunca podía encontrar. Chale era mi amigo, compañero de batallas, confidente, era esa persona que todo sabía y que todo entendía, ese cabrón tenía un don especial.

Sí no sabía, ¡lo investigaba!, sí no tenía, ¡lo conseguía!, pinche Chale, era algo extraordinario, era una chulada ese cabrón  ¡nunca se le atoraba la carreta!, era ese tipo de personas que podías confiar ciegamente y que nunca, jamás, te dejaría abajo. Era mi hermano.

El Chale y yo vivimos aventuras que ni para que contarlas, con decirles que fue mi padrino de Boda, bautizo a mis hijos, nunca hubo una fiesta o momento importante que no estuviera presente, a donde iba yo, que no fuera él.

Recuerdo aún la fachada del Chale: Flaco, estatura mediana, siempre vestía pantalón guinda, camisa a cuadros, huaraches de llanta y correa, pelo largo, era el clásico “güero marismeño”, el cabello era castaño con mechones rojizos, largo, descuidado, con un acento muy peculiar entre cantado estilo rancho y ciudad porteña, que era inconfundible. Y sin dejar de mencionar una sonrisa que cautivaba a cualquiera.

El origen de Chale, en realidad nunca lo supe, es más, ¡nunca me lo pudo decir!, solo sabía que lo había criado su abuela, doña Moñón -Leonor Tirado-, una señora grande de aspecto fuerte, de pocas palabras y muchos chingazos, como la describía el Chale años después.

Al parecer, Chale era el hijo de una de las hijas de doña Moñón, que había salido panzona en su casa, y prefirió dejárselo a la mamá y desaparecer de la escena familiar, años después sabríamos que se había ido a Tijuana.

Doña Moñón, nunca hablaba de esa hija. En una navidad, recuerdo haber sido invitado a los buñuelos y la miel de piloncillo, que por cierto era un manjar como los preparaba la abuela del Chale, se puso muy melancólico el Chale y le preguntó a su abuela por su mamá, la respuesta fue inmediata: “¡Nunca me vuelvas a preguntar por esa pinche puta malagradecida!”, y volvió a dejar en claro cuál era su sentimiento y postura: “¡No hablo de muertos!”, “¡Se murió!”, ¡entendiste José Ángel!.

El silencio llenó esa noche como si fuera una espesa neblina, que nublaba nuestros ojos, como si quisiéramos borrar de nuestra mente, ese eterno sentimiento de orfandad y tristeza que nos perseguía a todo momento.

Después de ese día, jamás volvimos a platicar de nuestra familia, porque entendimos que nosotros éramos nuestra propia familia, Chale y yo, seríamos nuestra propia familia, la que supliría nuestro doloroso origen y empezaríamos a formar una nueva, que llenaría los vacíos y deficiencias que las propias nunca habían llenado y menos satisfecho.

Deja un comentario